sábado, 12 de mayo de 2007

I. Despertar


Empujé sin dificultad la pesada tapa de granito tallado de mi lecho de satén, y me erguí de nuevo, levantando la vista para observar la vieja estancia, fría y mugrienta, y en la que, en vida había pasado tantas horas.
Iluminada por la fulgurante luz de la luna que penetraba por lo que en su día había sido el tejado, solo se podía apreciar un viejo espejismo de lo que había sido la biblioteca de la familia Vacaresse. Los pesados muebles medievales todavía resistían, y aun quedaba alguna estantería en pie, aunque los libros que antes llenaban las paredes de la habitación habían desaparecido o se encontraban pudriéndose por las esquinas.

Agarré de una vieja silla cercana, la ropa que había dejado ahí la noche anterior, y me vestí cuidadosamente. Las ropas, lejos de ser como aquellos trajes de telas sensuales con los que iba a las fiestas de categoría de hace cuatrocientos años, era lo que mas me atraía de toda la variedad de ropas modernas, consistía en unos pantalones negros de cuero, que sin duda procedía de piel de animal, una sencilla camisa azul marino, de manga corta, y una gabardina larga también de cuero, sin duda siguiendo el estilo de los protagonistas de los últimos estrenos de “Cine”. De mi última victima también había adquirido unas duras botas de montaña.

Cuando terminé de vestirme me dirigí hacia el hueco donde hace siglos había una gran puerta maciza que daba a las viejas escaleras de madera, unas escaleras por las que había subido y bajado corriendo mil veces mientras jugaba con mis hermanas, unas escaleras de las que ahora no quedaba absolutamente nada. Se podía ver como 4 pisos mas abajo, en el patio, se hallaban los tablones que conformaban las escaleras, y que parecía que llevaban ahí muchos años. Por lo que la torre donde estaba la biblioteca había quedado separada del resto del castillo y no había forma humana de acceder a ella.

“No había forma humana de acceder a ella”, pensaba mientras me deslizaba hacia el suelo lentamente, “pero claro, yo no soy humano”. Por un instante me quede mirando fijamente el suelo tupido de hierba bajo mis pies, y durante ese instante recordé lo que había sido ese castillo, lo vi tan grandioso e imponente como lo veía cuando iba con mi Padre al pueblo para recoger los impuestos. Sentí el calor de mi Madre y de mis hermanas, que siempre estaban cerca de mí, mimando al pequeño de la casa, aunque al fin y al cabo el heredero de todo. El heredero si no hubiera muerto.

Ese pensamiento me hizo reír, ¿que hubieran sentido si hubieran sabido que no había muerto como ellos creían? ¿Con que ojos me habrían mirado si hubieran conocido al diablo en el que me había convertido? Levante la vista y no muy lejos vi el panteón familiar, despacio, ande hacia el, sintiendo la gélida brisa invernal sobre mi pálido rostro sin vida. Crucé la oxidada verja de hierro y entre en la estancia pentagonal, en la que todos mis antepasados, hasta llegar casi a la época romana, se encontraban lapidados en las paredes, llegando casi hasta el techo. Aunque era curioso, estaban todos los Condes de Vacaresse exceptuando a mi padre, el no había sido llevado a este lugar, el había sido quemado vivo en el propio castillo, por varios sublevados de las aldeas cercanas, mientras mi madre y mis hermanas habían sido secuestradas, violadas y asesinadas por los mismos campesinos.


Aunque lo que me hizo volver a soltar una carcajada fue ver el sarcófago de mármol que había en el centro de la estancia, solitario y… ¡Vacío!, sobre un altar de piedra, exquisitamente tallado y con un nombre a los pies de la tapa maciza: “Xazak de Vacaresse”.
Al desaparecer, mi padre había organizado una gran búsqueda por toda Francia, incluso el Rey Sol le había dejado parte de su guardia para encontrarme. Cuando pasaron las semanas y su primogénito no apareció, resignado hizo construir el sarcófago más caro y más bello que sus riquezas le permitían, y lo hizo llevar a aquel lugar, en el centro, coronando la sala, y adorándolo hasta el fin de sus días. Sin saber que el hijo aquel que imaginaba muerto vivía la eternidad en silencio.

I. Vacío

Los rayos de sol volvían a inundar la estancia y mis entrañas comenzaban a retorcerse. Un día más, plagado de angustias y desasosiegos. Un día más añorando al que fue mi razón y hoy se ha ido. Tanteé los alrededores de mi cama con cierto reparo y mis manos se encontraron con el suave pelaje de Edgar, que reposaba entre peluches y cojines. Acaricié sus orejitas y me incorporé lentamente.
Tras las cortinas púrpura de mi ventana, se observaba un paisaje nevado en proceso de descongelación, que anunciaba la llegada de la primavera, y con ella, la vuelta de aquél paisaje soleado que tanto detestaba.
Bajé, silenciosa y descalza, las escaleras que conducían a la cocina con la ágil sombra del gato entre mis piernas.
- Buenos días. - Mi voz sonó fogosa y despreocupada, pero mis ojos sentenciaban algo totalmente distinto. Mi familia, o lo que quedaba de ella, se había sentado a la mesa y se disponía a desayunar. Mi madre, con su aspecto desmejorado, y mi hermano con aires orgullosos, engullían el contenido de una caja de lata llena de pastas.
Yo no tenía hambre. Nunca volví a tener hambre desde que mi padre murió, y de eso hace ya 10 años. Más de una vez hube de ir a urgencias por inanición. Pero esto no viene al caso. Mi vida era una leve sombra de lo que fue, y mis días concurrían sin sentido aparente, a lo que, tristemente, ya me había acostumbrado.
La mañana de aquél sábado fluyó sin más. Yo me sumergí en los oscuros relatos de Edgar Allan Poe, por milésima vez, mientras mi madre se gastaba todo el dinero del que disponía en ropa y objetos de cocina, y mi hermano se perdía en casa de cualquier adolescente plagado de hormonas. Sin embargo, lo que sentía aquél día no era ese sentimiento de conformismo que sentía normalmente, sino el ardor de una profunda herida que desgarraba mi pecho y llevaba aquél fuego infernal a mis muñecas.
Recordé todas aquellas noches en las que me quedaba dormida mientras mi padre me contaba cuentos. No pude evitar llorar y retorcerme tras el libro que él mismo me regaló por mi último no-cumpleaños. Un llanto llevó a otro, y a otro, y cuando quise darme cuenta eran las diez de la noche y mi llanto no había cesado. Deseosa por terminar con el dolor que surgía de mis muñecas, bajé a la cocina y me hice con el cuchillo más contundente que encontré. Apoyé mi espalda contra la cajonera y caí lentamente al suelo, observando como Edgar se acercaba maullando hacia mi regazo. Tengo que hacerlo. Tengo que hacerlo. Perdóname. Miré a los ojitos asustados del felino, aún con lágrimas en los ojos, y a continuación propicié un corte vertical y seco bajo mi mano.
La herida empezó a sangrar y poco después me desmayé. Lo único que recuerdo es que desperté en un resplandor blanquecino y devastador, con la muñeca vendada con fuerza.
Volvía a tener sueño así que, sin mirar a los presentes, cerré los ojos, esperando no despertar nunca.